No se dejen condicionar por el hecho de que Philomena no obtuvo ningún galardón, en la edición de este año de los Premios Óscar. La actriz protagonista, Judi Dench (Philomena Lee), hizo méritos más que suficientes para haber sido premiada con el Óscar. Estamos acostumbrados a estas previsibles decepciones. No cuestiono que la estatuilla fuera entregada, finalmente, a Cate Blanchett por su espléndida interpretación en Blue Jasmine.
La película del cercano y magistral director británico Stephen Frears, está basada en la historia verídica del libro "The Lost Child Of Philomena Lee" (Martin Sixsmith, 2009). Con guión del propio Sixsmith y de Jeff Pope.
La sinceramente católica Philomena Lee, con una fe imperturbable en Dios y en el género humano, acude al periodista Martin Sixsmith (Steve Coogan), buscando ayuda para localizar a su hijo (Michael A. Hess). Hijo que le fue arrebatado hace cuatro décadas (cuando ella era adolescente) por unas monjas de un convento irlandés. Las monjas se preocupaban de dotar a sus piadosos actos de la legalidad de la adopción, mediante leoninos contratos que las eximían de toda responsabilidad. Y el cobro, Dios mediante, de las pertinentes compensaciones económicas.
El defenestrado periodista político Sixsmith, instalado en una vida cómoda y acomodada, acepta el trabajo como una inyección que reactive su carrera, emolumentos y prestigio profesional. Mira por encima del hombro a la humilde Philomena; sintiéndose en superioridad intelectual y de clase social. Martin desprecia que Philomena siga creyendo en el mismo Dios de las monjas, que vendieron a su pequeño hijo a una familia norteamericana, alejándolo a miles de kilómetros.
El dolor que le provoca a Philomena descubrir que su primer vástago ha muerto (víctima del SIDA, a mediados de los noventa), queda en parte compensado a medida que descubre datos de su vida. Disfrutó de una buena posición social y profesional –con un cargo importante en la ultraconservadora Administración de Bush padre–; aunque también tuvo que sufrir el desprecio homófobo, y el precio de esconder su homosexualidad. Philomena en ningún momento juzga, ni manifiesta que la iglesia católica pueda condenar la condición sexual de su hijo (la cual intuyó cuando era niño, y confirmó viendo sus fotografías más recientes).
Una de las demoledoras lecciones éticas de Philomena se produce en el vuelo a EE UU (en clase turista). Martin es saludado por un periodista conocido, que viaja en primera. Philomena comenta después: "No por ir en primera se es una persona de primera".
La indignación de Martin se transforma en ira, cuando descubren que Michael viajó a Irlanda con su compañero, poco antes de morir, intentando localizar a su madre biológica. Le contaron que ésta le había abandonado. El silencio de la monja conocedora de los hechos, consintió la mentira e impidió el reencuentro. Quiso ser enterrado en el cementerio del convento, en su Irlanda natal. Philomena vuelve a dar otra lección al periodista de investigación, perdonando a la iluminada y soberbia monja. Entonces Sixsmith comprende que, realmente, Philomena y él no están en posiciones antagónicas. Pueden converger –y, de hecho, convergen– en un mismo camino. Uno, desde el ateísmo (agnosticismo); la otra, desde su profundo y sentido catolicismo (cristianismo). La escenificación de esa convergencia, reconocimiento y respeto, pasa por la visita a la tumba de Michael –con la ofrenda de una figurilla religiosa comprada por Martin en el convento–. Y por el cambio de criterio de Philomena: pide expresamente a Martin –decidido a guardar silencio– que escriba la historia (su historia).
Esta deliciosa y dramática película, con pinceladas de comedia, me recuerda otras historias. Como la de los niños secuestrados, de padres generalmente ejecutados, en las dictaduras militares americanas. O la de los niños y bebés robados en la posguerra civil española; casos que abarcan hasta los años ochenta. Ladrones investidos de autoridad que mentían a los progenitores, diciéndoles que sus bebés, recién nacidos, habían muerto. Enseñando, cuando les era exigido ver el cuerpo, otro cadáver (habitualmente el mismo, conservado en la cámara frigorífica). Se erigían en jueces todopoderosos que, de una forma cobarde, vil y cruel, decidían el futuro de las criaturas y de sus padres o madres "descarriadas". Apoyándose en perversas maquinaciones pseudomorales; como el hecho de tener más hijos, o los casos de gemelos o mellizos: era justificación bastante para arrebatar al nuevo retoño. Familias adoptivas que, cuando eran de clase humilde, pagaban a su hijo o hija a plazos (durante años), y, en numerosas ocasiones, sin saber la verdadera historia.
La infamia ya se produjo, en nuestro civilizado y democrático país, con los niños republicanos; huérfanos (frecuentemente por asesinato político), o de padres represaliados, expatriados, encarcelados –o, sencillamente, no afectos–. El Estado nacional-católico franquista legalizó el rapto o la apropiación de miles de niños, para entregarlos a militares, funcionarios, y familias pudientes. Personas "de bien", no sospechosas para el criminal régimen represor. Triste recuerdo del comienzo de los cuarenta años de dictadura, que no del terror (iniciado por los militares sediciosos fascistas en 1936), es el aniversario reciente del último parte de guerra. Radiado por Fernández de Córdoba, con solemnidad y entonación militar: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco. Burgos, 1º abril 1939".
Todos estos casos tienen evidentes nexos en común, de carne y hueso. Alzacuellos, sotanas, hábitos; uniformes, galones y estrellas; cofias y batas blancas; funcionarios. Todos ellos siniestros cómplices y colaboradores necesarios. En nombre de Dios, de la patria, del dinero. Tienes toda la razón, Philomena, no por ir en primera se es una persona de primera.
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