No se asusten si en la primera acepción de la palabra escrachar (coloquialismo argentino y uruguayo) del diccionario de la RAE leen: "romper, destruir, aplastar". Según el Diccionario de americanismos (Academias de la Lengua), escrache es una "manifestación popular de denuncia contra una persona pública a la que se acusa de haber cometido delitos graves o actos de corrupción y que, en general, se realiza frente a su domicilio o en algún otro lugar público al que deba concurrir la persona denunciada". El contexto actual no afecta solo a delitos graves o actos de corrupción, también es un acto de reprobación de determinados comportamientos políticos o sociales.
Hemos oído calificar los escraches como actos "fascistas". Protestar en concentraciones, esgrimiendo como armas megáfonos y carteles y pegatinas, no parece tener muchas similitudes con el totalitarismo y autoritarismo, asesinos, del nazismo o el fascismo italiano. Y, como la hemeroteca es muy terca, también hemos releído una noticia de 2003, cuando María San Gil (PP), Rosa Díez (entonces PSOE, actualmente UPyD) y Gotzone Mora (expulsada del PSE-EE en 2008, por pedir el voto para el PP), se unieron a un grupo de alborotadores que increpaba duramente al peneuvista Josu Jon Imaz gritándole insultos como “asesino”, “cobarde” o “chivato”. ¿Acaso no es también un escrache? —algo más violento que los de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), y de los afectados por las participaciones preferentes y las obligaciones subordinadas, diría yo—.
Con descalificaciones más sutiles algunos políticos, más aficionados a los titulares de prensa, parafrasean el famoso poema ("Cuando los nazis vinieron por los comunistas") de Martin Niemöller (atribuido a Bertolt Brecht). El ministro del Interior, Jorge Fernández: "ahora somos nosotros, jueces y periodistas podrían ser los siguientes". Muy literario, si no fuera porque las protestas no tienen como fin aniquilar a la clase política, sino denunciar un comportamiento político concreto, de unos políticos concretos, y ante unos problemas concretos.
Los representantes políticos de los ciudadanos gozan de una especial protección jurídica, en virtud de su cargo. Pero también están obligados por el mandato que emana del pueblo, y que no les otorga un cheque en blanco por cuatro años. Son responsables de legislar, y de las consecuencias que las leyes y reglamentos que aprueban (o no modifican) tienen sobre los ciudadanos. Puestos a soportar a los ciudadanos pesados que protestan, mejor que lo hagan en una plaza; o cerca del Congreso si no hay más remedio; o incluso cerca de la sede del partido. Es más cómodo en áreas que ofrezcan un cordón policial, y verlo retransmitido por televisión y en las redes sociales.
El problema surge cuando las protestas alcanzan a la zona cómoda de los políticos. No gusta que los vecinos, o los empleados y clientes de un establecimiento público, se enteren de que se desprecia una Iniciativa Legislativa Popular (ILP), firmada por un millón y medio de ciudadanos; que trata de parar el sufrimiento originado por el drama (que incluye la pérdida de vidas humanas) de los desahucios. Con 115 familias desahuciadas al día el año pasado (30.034 ejecuciones hipotecarias de primeras viviendas en 2012, frente a 11.441 daciones en pago; según el Colegio de Registradores de la Propiedad).
Los niños nunca deben ser afectados por los problemas de los adultos: ningún niño. Debe ser más sencillo razonar con los infantes, familiares y vecinos, los argumentos políticos y sociales para evitar que prospere una ILP contra los desahucios; que explicar a los hijos pequeños porqué revientan la puerta de su casa, para echarles a la calle.
Para los actos violentos existe el Código Penal. También existen las multas coercitivas, que tan entusiastamente imponen las Delegaciones del Gobierno en las concentraciones de protesta. Pero, paradójicamente, el acto más violento registrado hasta el momento lo protagoniza un político canario del Partido Popular, el partido "víctima" de los escraches. Se llama Sigfrid Soria, que amenaza con defenderse a "ostias" (sic) y "arrancando cabezas" de los "perroflautas".
La Junta de Andalucía plantea unas medidas legislativas, moderadas, para proteger a las familias sin recursos desahuciadas. Van dirigidas al parque de viviendas de la banca. Sí, la misma banca a la que hemos rescatado con decenas de millones de euros de dinero público. Con garantías de justiprecio y evaluación de la situación socio-económica real de los afectados. Con multas para las viviendas deshabitadas, como ya sucede en Francia, Dinamarca, Holanda (que permite ocupar las viviendas vacías más de un año), o Suecia (que las derriba). Antes de conocer el texto del decreto ley, surgen las voces de la derecha política y mediática descalificándolo: es populista, es de demagogia oportunista, es comunista (y estalinista y chavista), atenta contra la propiedad privada. El ministro de Justicia, Ruiz-Gallardón, duda de su constitucionalidad.
Hay juristas que ven similitudes entre el Decreto de Medidas para asegurar el cumplimiento de la función de la vivienda, y la Ley de Reforma Agraria andaluza, avalada por el Tribunal Constitucional en 1987. Aquél, expropiando viviendas desahuciadas para usufructo temporal de sus moradores (amparando la Administración andaluza su alto riesgo de exclusión social); ésta, expropiando las propiedades agrarias que incumplan su función social. En el caso de la vivienda, sucede que se ha pinchado el hueso del poder de la gran banca; una cosa es que ella expropie (lo llaman desahucios o lanzamientos), y otra muy diferente que un Gobierno expropie a la banca.
Los poderes del Estado ponen un gran ímpetu, recursos y celeridad en defender determinados asuntos: instrucciones del Ministerio del Interior, y circulares de la Fiscalía General del Estado, para actuar contra los escraches; multas de las Delegaciones del Gobierno a los participantes en protestas; poner la fiscalía —actuando de abogado defensor de la infanta Cristina de Borbón— y la abogacía del Estado —uniéndose a la fiscalía, en la defensa de la Infanta; cuando su papel en el caso Nóos es representar a la Hacienda pública— al servicio de la Casa Real.
Si todos esos recursos se utilizaran en la misma cantidad y calidad para defender los derechos de los ciudadanos: como el derecho constitucional a una vivienda digna y adecuada; o cumplir la sentencia del TJUE contra la ley hipotecaria española; o solucionar la estafa bancaria de las preferentes; quizás, otro gallo cantaría.
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